Las luces y sombras en las montañas me dan escalofríos, me emocionan, me aprietan el pecho y me hacen tragar saliva. El sol ilumina los paredones secos, traza cientos de dibujos, dibujos de colores ocres, verdes pálidos como pidiendo agua, rocas viejas que vieron mucho, piedras del tiempo. La vía del tren, un tren que ya no pasa, bordea el río, nos sigue, la seguimos más bien, de vez en cuando un Túnel, unas casas abandonadas, algún altar de la difunta correa, un puente, algún grafiti. Estamos a 1560 msnm, esto recién empieza. De repente entramos en un túnel, atravesamos un cerro, salimos y volvemos a entrar en otro, piedra que late. Las montañas se tornan rojas por momentos y el contraste con el cielo es tan hermoso.
Al igual que la mar, las montañas me ubican, me hacen pararme en perspectiva y entender que tan inmenso y misterioso es este planeta. Por las quebradas bajan las aguas, nosotros vamos río arriba, montaña arriba, adentrándonos en la cordillera Andina, acercándonos de a poco al Aconcagua; como pidiendo permiso, con tanto respeto y admiración que cuesta ir.. tengo Que admitir que muy adentro también pido perdón, no sé bien por qué (o en verdad sí sé), y finalmente doy gracias. Mientras avanzamos suena de Ushuaia a la Quiaca de Santaolalla, música alegórica si la habrá. De repente paramos el auto, de la nada, si saber bien por qué, bajamos a las viejas vías del tren, caminamos un poco y surge la idea de hacer noche ahí. Al cobijo de una vieja edificación: sólo muros, ni puertas ni ventanas y menos aún un techo, es ideal para armar la carpa, hacer una fogata y mirar el cielo de mil millones de estrellas, que acá es como que se te caen encima. La montaña y el cielo coexisten, los Andes te acercan también a esa visión del espacio exterior, del cosmos, del infinito universo por descubrir. ¿Qué hacemos acá esta noche pensando en subir y subir hasta que cuesta respirar? Buscamos la manera de despedir a los glaciares..
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